Hace muchísimos años, durante el siglo veinte, las gentes celebraban el comienzo del nuevo año, lo que llamaban la noche vieja – le comentaba Vicente a sus dos nietos, sentados en unas banquetas, en una suave tarde de junio.
Las familias se reunían en casa de sus mayores, para cenar en una mesa con sus mejores galas, con los productos más variados, desde grandes pavos rellenos al horno, mariscos, o corderos, acompañado de vinos, cavas, después dulces, turrones, mantecados y todo tipo de licores. Al final de la cena a las doce empunto se escuchaban las campanadas de un reloj y todos comían doce uvas como un rito, para atraer la suerte para el año que acababa de empezar – siguió comentando Vicente.
Catalina, la nieta mayor, lo miraba con cara de sorpresa, casi incrédula. Abuelo ¿Qué es marisco?
Eran unos pequeños animales marinos, rosados, con cascara y que debían estar muy ricos, puesto que todos querían tenerlos en sus celebraciones –siguió el abuelo- además de muy caros, no todos se lo podían permitir.
Entonces Pedro, el nieto menor de Vicente, rascándose la cabeza, preguntó: ¿y quién les traía tanta comida? ¿todos tenían huertos y granjas?
No, Pedro, la gente iba a comprar a los mercados o tiendas, allí les vendían comidas y toda clase de utensilios, no tenían que cultivar sus tierras o criar ganado. Sino que vivían en unos poblados muy grandes que llamaban ciudades, en casas muy altas.
Pero años más tardes, después del cambio climático, a mediados del siglo XXI, ya nada fue igual - continuó el abuelo- Entonces enmudeció, agachó la cabeza y se quedo largo rato mirando hacia el suelo, ¡¡que estúpidos fueron los hombres de aquella época!!
Los dos niños se miraron entre sí, sin atreverse a volver a preguntar al abuelo, esperando que continuara con sus historias antiguas.
Estaban en el círculo de palmeras, que formaban una barrera contra las arenas del desierto, para que no invadieran su casa ni el huerto, además de proporcionar sobra en los largos y ardientes veranos. La casa era pequeña, muy baja, con ventanas muy pequeñas y tejado de palmas.
Vicente solo tenía cuarenta y ocho años, pero su rostro tenía un tono moreno intenso y lleno de arrugas, las manos encalladas y la espalda encorvada.
Abuelo, ¿Cuándo llega la próxima caravana de mercaderes?
La semana próxima, seguramente el martes. Contestó. ¿Qué necesitas?
Quiero unas sandalias nuevas, estas ya se han roto, tú ya la has cosido muchas veces.
En aquella época existían zapaterías y tiendas de ropas y de todo tipo de productos, la mayoría inútiles.
Abuelo ¿es verdad que había muñecos que habla?
¡Anda tonta, eso es un cuento! ¡Siempre leyendo libros!
No Pedro –interrumpió el abuelo- si es cierto que había muñecos que hablan. Y la gente podía hablar con otros muy lejos y ver lo que pasaba al momento en cualquier parte de la tierra. Pero lo que más me gustaría es tener una bebida fría que se llama cerveza.
Pero tú fabricas vino y también te gusta.
¿Y a que está bueno ese dulce que os doy?
Abuelo –dijo Catalina- ¿sabes lo que más me gustaría?
Dímelo
Jugar todos los días con otras niñas.
Todos se miraron y apareció una mueca de tristeza en sus caras.
Y a mí con niños, al palote, al aro, a las carreras o al ajedrez.
Ya no queda mucho para la fiesta de la siega y entonces nos reuniremos en la era para celebrarlo y podréis jugar con otros niños.
Bueno, ya está bien de charla, vamos a seguir con la lección de agricultura. Abrid los libros.
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