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Paco el zapatero

Sentado junto a la pared en una silla baja que le permite trabajar más cómodo, con la espalda apoyada y protegida por la pared, miraba de reojo a la clienta que se asomaba a su cuartillo inquiriendo la entrega inmediata de sus zapatos arreglados, después de semanas de espera. 
Catalina, no te preocupes, dentro de tres días te lo tengo listo, pero si le hace falta para el jueves, contestaba, mientras se ponía a buscarlos entre el montón de sandalias, botas de cuero, zapatos de medio tacón, botas de fútbol, botos y botines esparcidos por todo el suelo del cuarto. Una vez encontrado, después que la clienta le marcara con el dedo índice extendido, y un grave gesto de rabia en los labios, su posición entre los otros artículos, Paco estirando el brazo, o con ayuda de un palo con garfio en la punta, lo atraía hacia el,   aquí al lado ya no se me pasa. Aquí me quedo hasta que lo arregle, no mujer, vete tranquila, ya era casi la una de la tarde.
Paco era moreno, alto y corpulento, con barriga prominente que no le estorbaba demasiado para su labor de estar sentado cosiendo, cortando, ensanchando en la horma o cepillando con betún. Todos los trabajos de reparación y conservación que le encargaba la clientela a diario, muchos apremiados por el principio del curso del niño, la boda de la sobrina o la próxima semana santa, que obligaba a las familias necesitadas, la mayoría, a poner en buen estado de revista los zapatos de vestir, de colegio o trabajo, que no podían ser reemplazados por otros nuevos más que cada muchos años, por quedarse demasiado cortos o por rotura total.
Pepe no era flojo, la avaricia no era uno de sus pecados, sino el placer del vino al medio día, y por la noche,  con una tapa, o varias, de asadura con tomates, anchoas, que eran boquerones en vinagre, o pajarillo frito; y una buena siesta vespertina como condición para tener una vida sin amarguras, además de dejar de escuchar a su mujer el mayor tiempo posible.
Su mujer solo vivía para cuidar y proteger a su Juanito contra la maldad del mundo y de los pequeños cafres vecinos de la calle que teníamos prohibido pasar más allá del zaguán, a excepción que fuese invitado por el vástago para ver en el cinexin alguna cinta de dibujos proyectada sobre una de las paredes del comedor a oscuras con la puerta cerrada, o juegos de mesa que no supusiera un exceso de esfuerzo físico o violencia. Juanito no participaba de nuestros juegos, creo que por propia iniciativa y recomendación materna. Juegos a veces muy físicos, fútbol, patinetas,  sépule, al cielo voy o guerra de romanos con espadas de madera, que se alternaban con otros más habilidosos jugados con las manos, bolas, jincote, trompo o cromos, estampitas, de futbolistas de la liga. 
Juanito no aguantaba las carreras, empellones, zacajillas, patadas o golpes que formaban parte del juego, entretenimiento y forma de vida para la nos preparábamos igual que los lobos o monos pequeños para un futuro diro. A veces, sin querer, alguien lo tiraba o daba una patada, enseguida aparecían los llanto y al poco la madre zapatilla o escoba en mano gritando a la vez que correteaba a algún salvaje sin alcanzarlo. 
Dando tumbos por la acera, calle abajo, aparecía al mediodía Marquito después de pasar por más de dos tabernas y haber tragado con prisas muchos lisos de Montilla sin tapas, solo vino que le pedía el cuerpo hasta acabar derrotado o con el bolsillo vacío. Tropezando con la puerta medio cerrada y sujetarse en la pared, junto al cuarto que su cuñado usaba como zapatería, para no acabar en el suelo y empeorar más aún la bronca que todos los días le propinaba su hermana y que aguantaba con los ojos vidrios y balbuceando algo entre salibas sin control. A comer algo en la mesa de la cocina y a dormir en el jergón de la cámara. Por la mañana salía de la casa muy tieso, bien peinado y vestido, con la gorra de tela derecha, con un aire de gran dignidad y un paso más bien rápido, como si tuviera prisa por llegar a algún sitio. 
Una mañana amaneció tendido en un pesebre, con el rostro lleno de escarcha y los músculos engarrotados por la helada, de modo que era imposible meterlo en la caja. No sé si alguien llegó a pagar su entierro. 
El corazón de Paco, unos años después, no pudo aguantar tanto cúmulo de grasa, el vino o las reprimendas de su señora y también se fue cantando bajito.
Una mañana vimos a Juanito vestido de domingo, con sus zapatos negros brillantes, a juego con el traje materno. Ambos con tres maletas y una caja de cartón, en la acera  acompañados por algunas vecinas que pañuelo en mano y nariz se despedían en los últimos momentos de espera del taxi que los llevaría lejos de este lugar salvaje, hinóspito y miserable en busca de una vida mejor. 

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