Amaneció nublado, un domingo lluvioso de final del otoño. Me levanté temprano, como todos los días, hacía el recorrido hasta el baño al fondo del pasillo oscuro lleno de viejos cuadros y gruesas cortinas que daban una sensación fantasmagórica al viejo caserón. Teníamos una habitación alquilada en la casa de huéspedes desde el comienzo del curso, allá por final de septiembre. Aquel fin de semana estaba solo, había decidido quedarme en la ciudad mientras mi compañero de pensión se marchaba al pueblo.
Pronto bajé las escaleras y me encaminé por la calle Puerto hasta la plaza, allí ya se veía un grupo de gente pululando, voces, algunos cánticos de Jarcha y saludos, banderas agitadas a lo alto, aún era pronto para la fiesta. Después de un rato paseando por el parque la gente se iban incorporando, poco a poco el bullicio se hacía cada vez mayor. De vuelta a la plaza encontré a los compañeros de la universidad, los de medicina, los futuros maestros, los de filosofía, cada uno con sus pancartas, con sus banderas. Éramos los últimos, la retaguardia, como siempre, los más festeros.
Aquello no acaba de empezar no paraban de venir gente, familias con niños, ancianos, obreros, profesoras, jubilados, y vendedores con carritos, todos mezclados. Una masa de gente que apenas si se movía cantando bailando saludando y abrazando una gran fiesta de alegría, de la ilusión.
Después de pasada 2 horas del comienzo apenas habíamos pasado la mitad del parque, en las aceras un bendito carrito de chucherías para comprar caramelos que relajen el ardor de la garganta reseca de tanto cántico. Llegando al final del parque y en las ventanas del gran hotel las camareras mostraban las servilletas verde blanca y verde qué llenos de emoción todos aplaudían y saludaban. Un poco más adelante el cántico se fundía con los aplausos y fue entonces cuando escuchamos muy cerca los primeros estruendos. A mí me pareció una especie de traca, después otra, después gritos, explosiones, más gritos, carreras, sirenas, avalancha de gente corriendo para todos los lados, las caras perdieron la sonrisa, mostraban miedo, incredulidad, tristeza.
De vuelta a mi cuarto sin saber aún qué había pasado, las noticias en la radio en aquel pequeño transistor eran confusas.
A la tarde, ya oscurecido, otra vuelta por centro para tener noticias, los rumores hablaban de decenas de muertos y mucho encarcelados. Los uniformes grises ocupaban toda la calle el ambiente era muy tenso, las sirenas se oían por toda la ciudad, los disturbios seguían en las callejuelas del centro.
Con apenas 18 años cumplidos una semana antes no olvidaré nunca aquel primer domingo de diciembre dónde la alegría ilusión de mucha gente fue pisoteada. Pasaron días hasta tener noticias ciertas, un joven muerto por disparos -tenía mi edad- nadie sabía quién había sido el autor, el asesino, pero los manifestantes no llevaban pistolas, sino banderas, excepto esos uniformados que sin ser invitados aparecieron de repente. Supimos que un viejo arraigado en la agonizante dictadura dio la orden de aplastar a tanta chusma roja y bullanguera, !!qué se habrán creído estos harapientos!!. Nadie acabó juzgado, nadie pagó el crimen, nuestra ilusión y alegría se transformó en libertad, y con los años entendí que nos la robaron aquellos que administraron nuestro destino. Después del paso de estos 40 años sigo añorando la unión de un pueblo que creía en su futuro y salio con rabia y alegría a conquistarlo.
Millones de personas salimos aquél cuatro de diciembre con ansias de conquistar libertades y democracia para nuestra tierra, para dejar de ser los olvidados de España, con acabar con el viejo régimen que aún mantenía el poder, más que con espíritu nacionalista.
Pronto bajé las escaleras y me encaminé por la calle Puerto hasta la plaza, allí ya se veía un grupo de gente pululando, voces, algunos cánticos de Jarcha y saludos, banderas agitadas a lo alto, aún era pronto para la fiesta. Después de un rato paseando por el parque la gente se iban incorporando, poco a poco el bullicio se hacía cada vez mayor. De vuelta a la plaza encontré a los compañeros de la universidad, los de medicina, los futuros maestros, los de filosofía, cada uno con sus pancartas, con sus banderas. Éramos los últimos, la retaguardia, como siempre, los más festeros.
Aquello no acaba de empezar no paraban de venir gente, familias con niños, ancianos, obreros, profesoras, jubilados, y vendedores con carritos, todos mezclados. Una masa de gente que apenas si se movía cantando bailando saludando y abrazando una gran fiesta de alegría, de la ilusión.
Después de pasada 2 horas del comienzo apenas habíamos pasado la mitad del parque, en las aceras un bendito carrito de chucherías para comprar caramelos que relajen el ardor de la garganta reseca de tanto cántico. Llegando al final del parque y en las ventanas del gran hotel las camareras mostraban las servilletas verde blanca y verde qué llenos de emoción todos aplaudían y saludaban. Un poco más adelante el cántico se fundía con los aplausos y fue entonces cuando escuchamos muy cerca los primeros estruendos. A mí me pareció una especie de traca, después otra, después gritos, explosiones, más gritos, carreras, sirenas, avalancha de gente corriendo para todos los lados, las caras perdieron la sonrisa, mostraban miedo, incredulidad, tristeza.
De vuelta a mi cuarto sin saber aún qué había pasado, las noticias en la radio en aquel pequeño transistor eran confusas.
A la tarde, ya oscurecido, otra vuelta por centro para tener noticias, los rumores hablaban de decenas de muertos y mucho encarcelados. Los uniformes grises ocupaban toda la calle el ambiente era muy tenso, las sirenas se oían por toda la ciudad, los disturbios seguían en las callejuelas del centro.
Con apenas 18 años cumplidos una semana antes no olvidaré nunca aquel primer domingo de diciembre dónde la alegría ilusión de mucha gente fue pisoteada. Pasaron días hasta tener noticias ciertas, un joven muerto por disparos -tenía mi edad- nadie sabía quién había sido el autor, el asesino, pero los manifestantes no llevaban pistolas, sino banderas, excepto esos uniformados que sin ser invitados aparecieron de repente. Supimos que un viejo arraigado en la agonizante dictadura dio la orden de aplastar a tanta chusma roja y bullanguera, !!qué se habrán creído estos harapientos!!. Nadie acabó juzgado, nadie pagó el crimen, nuestra ilusión y alegría se transformó en libertad, y con los años entendí que nos la robaron aquellos que administraron nuestro destino. Después del paso de estos 40 años sigo añorando la unión de un pueblo que creía en su futuro y salio con rabia y alegría a conquistarlo.
Millones de personas salimos aquél cuatro de diciembre con ansias de conquistar libertades y democracia para nuestra tierra, para dejar de ser los olvidados de España, con acabar con el viejo régimen que aún mantenía el poder, más que con espíritu nacionalista.
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