Lima, aquella tarde ante el ataúd de su padre,
pensó que nunca supo que fue tener un rato de felicidad, ni
siquiera aquél día que llegó el circo al pueblo, pero no tuvo monedas para
comprar una entrada, ni siquiera cuando
fue a la escuela, los primeros días llorando de miedo, y poco después, a la
muerte de su madre, ya no volvió a ir más, tampoco con aquél primer besó violento
tras la tapia del cementerio o cuando deslizó su inmensa mano por sus
entrepiernas, y las muchas noches acurrucada en la esquina de su dormitorio.
Quizás aquel día que nació Luz, a pesar del
dolor de un parto prematuro e infantil, del miedo y la falta de atención, verla
y abrazarla supuso la mayor alegría que había tenido hasta entonces.
Al volver a mirar su cara rugosa y negra, con la boca
entreabierta a pasar del pañuelo amarrado, enseñando un puñado de dientes
amarillentos, se le vino a la boca todo los líquidos de su estómago, en un vómito
de asco y liberación, que pudo aguantar para no derramarlo dentro del ataúd. Aún
le sudaban las manos al pensar que alguien pudiera descubrir la pequeña hendidura
en el su cráneo. Fue inevitable cuando vio sus ojos encendidos y su mano
acariciando las piernas de su hija.
Giró la cabeza y encontró la mirada de Luz, tímida y asustada,
casi llorosa, pero le apareció una sonrisa. Cogió con una mano la mano de la
niña y con la otra un bolso de viaje y tomaron el camino polvoriento de hacia
la estación sin volver la mirada atrás.
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