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Juan García

Juan García era la persona más miserable y egoísta que he conocido de cerca, hizo sufrir a su mujer, Francisca, hasta su muerte, y a sus hijos.


Vivía en una casa vieja, muy vieja, pero grande, sin agua corriente, sin cuarto de baño, sin frigorífico, sin lavadora, sin televisor,..., por no tener, no tenía llave para la puerta, se colaba el agua por todos lados en cuanto llovía, arriba, en las cámaras, donde dormían mis tíos, hacia un frío helador en invierno y un calor insoportable en verano, parecería que se iba a caer en cualquier momento. Vivíamos mis padres y yo, con mi abuelo Juan, mi tío Dieguito, mi tía María y mi tío Nicolacito.

Dieguito, el de los iguales, vendía cupones de la ONCE, estaba totalmente ciego, y con su bastón blanco y su mascotilla recorría todas las mañana el centro del pueblo, los bares y las tiendas ofreciendo cupones a cinco pesetas con la promesa “que te va a tocar cinco mil pesetas”, lloviera, nevara o hiciera un calor abrazador, estuviese bueno o malo.

La obligación impuesta por el patriarca le hacía competir con los otros vendedores de cupones, como Maera, por tener exclusividad en algunos sitios de mejor venta, y daba lugar a discusiones, algún insulto y levantamiento de bastón amenazante. ¿Cuántos años tienes Diego?, no lo sé, pero desde que nací hasta hoy no he pedido ni un día, seguido de una risotada. Al medio día y a la noche tenía que ajustar cuentas con el patriarca, después de devolver los cupones no vendidos, con papel y lápiz, o de cabeza, las cuentas tenían que cuadrar, no podía faltar ni una peseta; si el saldo era negativo o no se habían vendido los suficientes cupones, la bronca era monumental, con insultos, empellones y bofetadas incluidas. Algunas veces lo engañaban con el dinero que le daban o el número de cupones que se llevaba el comprador malicioso, otros días de mucho calor, lluvia o frío no podía vender todo y le obligaba a volver por la tarde, lloviera o nevara, a seguir con las calles, tiendas y bares. La gente bondadosa le ayudaban a cruzar la calle cuando gritando y levantando el bastón pedía ayuda, algunas le acompañaban y guiaban hasta la plaza. En todas las fotografías de los años 60, 70 y 80 aparece vestido con su túnica y capirote junto al trono de Jesús Nazareno en la mañana del viernes santo. 

A mí me dejaba casi todos los días un cupón y por la noche escuchábamos en la radio de la cocina en la cadena Ser el sorteo de la ONCE y sabíamos si había tenido suerte, yo y los compradores de aquél día.

María Josefa, la María, o la niña como todos la llamaban y conocían, era eso, una niña grande, con muchas manías, muy poca vista y menos luces. Nunca le conocí trabajo por sus incapacidades, pasaba el día sentada en una silla en el zaguán con el pañuelo en la manga de la rebeca o en la nariz. Exasperaba a todos con sus continuas repeticiones, miedos y manías. Era la niña grande de su única hermana, la mayor, Catalina, que acompañó toda su vida, y de la que iba siempre cogida del brazo por la calle, llamaba con insistencia hasta tener respuesta, preguntaba de forma incansable las mismas cuestiones todos los días y las horas, y repetía sin descanso sus muchos achaques. Como casi todos lo niños, no tenía maldad.  Recibía una pensión por incapacidad, supongo de poca importancia pero suficiente para sus gasto, aunque el que la controlaba y se la embolsaba era el padre. De vez en cuando le pedía algo de reembolso para sus gastos, que solo recibía después de muchas horas de persecución y regateos, de muy mala gana del patriarca. Dinero que gastaba en sus pequeños caprichos, algo de ropa, alguna colonia, pipitas y caramelos, y darle algo al niño para los domingos o gastar en el quiosco de Miguel "Pichita" en la Cruz Blanca.

Nicolasito, tenía una discapacidad intelectual evidente en cuanto se le escuchaba hablar, un brazo que no podía mover bien, se decía que una mala intervención de la matrona durante el parto, fue perdiendo la vista poco a poco. En el patio de la casa teníamos cabras durante mis primeros años de vida, y Nicolasito se ocupaba de su cuidado y llevado al campo. Después, durante muchos años cuidaba grandes rebaños de ovejas en el campo, donde trabajaba, comía y dormía durante dos semanas seguidas, llegaba el segundo domingo, se lavaba, cambiaba de ropas, recogía la comida para esos días y se volvía otra vez donde el rebaño, al campo. Antes de irse tenía que entregar el sueldo al patriarca, quien después de contarlo y asegurarse que no faltaba ni una peseta, le daba los suficiente para comprar el tabaco, cigarrillos Ideales, los más baratos, para los días de trabajo hasta la siguiente parada. Nuevos momentos de tensión, voces y amenazas, por el regateo en el desembolso necesario, le daba lo justo y algo más para que tomara un par de vasos de vino en la taberna antes de la vuelta a la faena. Una vez declarada su incapacidad, se dedicaba a moldear muñecos de madera, hacer zapatillas de esparto y otras piezas fruto de sus buenas habilidades manuales, y que iba regalando a amigos, familia y conocidos.

Él, el patriarca manejaba el dinero de sus hijos, los que vivían en casa, todos solteros y se quedaba con todo los que percibían o cobraban. De manera que le gustaba "amasar" el capital, y procurando por todos los medios no gastar nada por nada, ni siquiera para comprar lo más necesario, la comida de todos que mi madre tenía que ir a las tiendas a diario y algunos días no tenía ni para eso, y había que comprar fiado. Todos los días se iba después de desayunar a la calle, imagino que al banco a ingresar los dineros de la venta de cupones del día anterior, parque, las plazas o visitas, a los bares no mucho, su avaricia solo era comparable a su mezquindad. No guardaba el dinero en la casa, no se fiaba de nadie, lo mucho o poco lo llevaba en el bolsillo.

Cuando el ayuntamiento arregló la calle Santa Ana, aceras y asfaltado, hasta entonces un piso terrero, los vecinos “metieron el agua en las casa”. Cada uno tuvo que pagar una cantidad para recibir la correspondiente tubería de hierro. Mis padres no tenía nunca dinero, así que por mayoría de usuarios y por disponibilidad de capital, le correspondía a mi abuelo la inversión, pero él se negó, “¿no hay agua en el grifo de la Cruz Blanca?, po ve allí que es de balde”, le dijo a mi madre, que tenía que bajar varias veces al día a traer cantaros y cubos llenos de agua hasta la casa. Varios años después se pudo enganchar a la red la tubería que llevó agua a un grifo en el patio. Eso era suficiente, ya mi madre no tenía que ir todos los días al grifo de la Cruz Blanca. Entonces todas nuestras condiciones higiénicas pasaban por lavarse cada uno en su habitación o en el patio con palangana o trapos húmedos, orinar o defecar en el estercolero en el patio, a la vista de todos, bueno, los que veíamos. Años después, por le pudor de todos de enseñar continuamente el culo y entrepiernas, porque no siempre se podía hacer de noche, y la escasa higiene del grupo, mi padre cavó un pozo en el patio, que lleno de piedras era un pozo ciego, cortó un trozo bajo el tinglado con una puerta baja, solo suficiente para guardar las vergüenzas, eso sí, los ahorros no dieron mas que para los ladrillos y la taza, cada uno se tenia que llevar su propio cubo para evacuar los restos excretados, que a veces los tios ciegos no atinaban a vaciar en la taza, se le olvidaba o simplemente no lo hacía, y todo quedaba bastante puerco. El papel higiénico, caro para economía familiar y no dispuesto a sufragar los gasto el patriarca, fue sustituido por un gancho de alambre clavado en la pared y unos trozos de papel de periódico.

Las disputas por el dinero del gasto diario, por la falta de condiciones higiénicas, las mínimas dotaciones de electrodomésticos, una hornilla de carbón, después sustituida por otra de petróleo y una radio era todo, ah, sí, una lavadora vertical cerca del grifo para ser llenada con cubos de agua, gran adelanto¡¡; o del mínimo confort en la casa, goteras, frio, sin cuarto de baño, que debería haber sido sufragadas por el único que disponía de fondos, acababan siempre con la frase del abuelo “donde vais a ir so desgraciaos, si no tenéis casa ni dinero” le decía a su hija Catalina, cuando perdía la paciencia y le decía que se iba a ir y dejarlos allí. Ni siquiera mi presencia, un niño pequeño, ablandó ese puño de piedra y la maldad innata del bellaco anciano.

En mi caso debo decir, que conmigo siempre se portó bien, claro a mi no me gritaba ni me pegaba, podría considerarme un privilegiado, aunque igual de tacaño, me llevaba con él, sobre todo, lo que mejor recuerdo, era ir a ver los toros, me llevaba a ver las corridas en la tele a casa de su hermana en la calle Real, no en casa porque no teníamos, o a jugar al dominó "an ca manospelos".

Cuando mi abuelo paterno Antonio se quedó solo y ya mayor, los hermanos decidieron que cada uno se lo llevaba a su casa durante una temporada, supongo, que dos o tres meses, y mi abuelo Antonio llegó con su cama la primera vez, ocupando el sitio de María que fue desplazada a un cuarto en las cámaras. Mi abuelo Antonio se tuvo que ir de la casa por la presión y malos modos de mi abuelo Juan, que lo echó, mi padre no lo perdonó, y fue la gota que colmó el vaso de la muy agotada paciencia.

La casa donde vivíamos fue de mi abuela Francisca, que dio en herencia a mi madre, e incluía a sus cuatro inquilinos. La abuela Francisca fue enterrada en el suelo terrizo del cementerio, era lo que había en ese momento. Años después les dijeron que aquel suelo se ocuparía y quien quisiera podría recuperar los restos de sus familiares, con un coste, imagino que no excesivo para el resto de las personas, excepto el abuelo Juan, que no gastaría su dinero en los restos de su mujer, y allí se quedaron, en el suelo o en el osario, sin lápida, cruz o elemento que indicara su ubicación. Sin ningún sitio donde llevarle unas flores. Mi madre nunca se lo perdonó, eso era más ofensivo que todos los agravios, malos modos y peores momento que le daba el patriarca.

Mi padre tardó tiempo en decidir a irse a las campañas agrícolas en Francia, que ya sus hermanos habían iniciado años atrás, ganaban en una temporada allí más que todo el año aquí. Así que como muchos más cogió su maleta de madera, hecha expresamente para estos viajes, fuerte, segura y de suficiente capacidad para llevar toda la comida posible, algunos cartones de tabaco y algo de ropa, la justa. Tocinos, morcillas, chorizos eran la mayoría de que ocupaba su espacio, a la vuelta con algunos embutidos franceses, alguna botella de champagne o cognac, regalados por los patronos, y unos pequeños regalos. Estos años supuso uno ingresos extraordinarios para la familia que trajeron un incremento de los ahorros. No lo suficientes para poder acometer la idea de compra una casa que se había ido haciendo el objetivo importante de la familia. Un año, mi padre, volvió enfermo de Francia, sus hermanos lo acompañaron siempre y repartieron los ingresos a partes iguales. Fue la última vez que ejerció de emigrante, la enfermedad también impedía que pudiera seguir trabajando en el campo aquí, así que las perspectivas se fueron oscureciendo. Desconozco quien pudo intervenir, quién influenció para que le ofrecieran un puesto en el ayuntamiento, de conserje en el Grupo Escolar. Más teniendo en cuenta que estábamos a principio de los 70, en pleno régimen franquista, con un alcalde falangista, Juan Cantano, y mi padre fue un soldado del ejercito de la República represaliado.

Un sueldo fijo, aunque pequeño, sí que estabilizó la economía familiar y empezaron a tener ahorros suficientes para poder comprar una casa muy pequeña, pero un lujo para nosotros, y además en la Puerta Teba, donde se habían criado los Pardos, y cerca de sus amigos. La casa necesitó de reformas, entresuelos nuevos, quitar paredes viejas, hacer un baño, una cocina, arreglarlo todo un poco, durante al menos tres años, con algunos albañiles y el trabajo incansable de mi padre, algún vecino y las pocas manos que yo le pude echar.

Llegado el momento, difícil para mi madre de tener que irse a la “casa nueva”, que mi abuelo definía como una casucha, y mi padre respondía, pero mía, nos fuimos para la casa, incluía a la niña, que tenía su habitación abajo. Mi madre y María se iban todas las mañana a la casa de la calle Santa Ana, a preparar comidas y lavar ropas, o cuidar del abuelo si estaba malo, hasta la noche después de la cena que volvía otra vez a su casa.

Juan García Sánchez murió ya viejo y algo senil, yo hacía tiempo que no lo veía, ya estaba estudiando en Málaga, se enterró y nadie lo echó de menos. 

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